Seguimos aquí, en pleno año 2022 sobreviviendo a una pandemia en una de sus múltiples olas, viviendo un caos mundial a nivel sociosanitario, una realidad evidente y palpable que durante estos últimos años nos ha hecho salir, gritar y luchar por nuestra libertad, por nuestros derechos o por nuestra vida.
Sin embargo, sumado a todo esto que ya llevamos sobre los hombros, día a día nos ponemos nuevas cadenas, de esas que nos limitan y asfixian. A día de hoy somos y nos creemos tan maravillosos y poderosos que inventamos términos para definir todo y si no, nos lo inventamos; creándonos esa falsa sensación de poder y control.
Porque el saber algo en su totalidad, nos da seguridad. La sensación de que algo está bajo nuestro control, nos refuerza, nos hace sentir poderosos y ni siquiera somos plenamente conscientes de lo peligroso que esto puede llegar a ser.
El peligro de etiquetar personas
Corremos un gran peligro cuando pasamos de buscar nombres para etiquetar objetos a etiquetarnos a nosotros mismos, en nuestra lucha contra quizás el caos (en ocasiones necesario), o tal vez de conocimiento, acotamos los parámetros de TODO, con etiquetas que definan y delimiten cada aspecto de nuestra vida. Las etiquetas no son solo palabras o adjetivos, sino vehículos de la comunicación y del pensamiento.
Desde la infancia, bien sea por nuestros familiares, profesores o amigos; vamos asumiendo y recibiendo distintas etiquetas de forma constante y continúa. Cuando aún somos bebés se nos clasifica como buenos o malos según cuanto lloramos por ejemplo, y con un par de años, esta dicotomía de “bueno” o “malo” depende de los movidos o traviesos que seamos. Términos categóricos empleados demasiado a la ligera.
Tenemos etiquetas que restringen cada aspecto de nuestra vida y nos condicionan, etiquetas para definir nuestra imagen (gordo, delgado, alto, bajo, musculoso, rubio, moreno), lo que comemos (vegetariano, vegano, intolerante), como nos vestimos (pijo, cani, heavy, clásico, urban), nuestra sexualidad (heterosexual, homosexual, bisexual, pansexual, omnisexual, demisexual, polisexual, asexual), nuestras emociones (alegre, triste, emocionado, ilusionado, desmotivado, preocupado) entre otras muchas etiquetas posibles.
Etiquetar a nuestros semejantes es algo innato del ser humano
Los seres humanos nos etiquetamos a nosotros mismos y a los que nos rodean de forma continua. Asignamos adjetivos que clasifican a las personas dentro de unos rangos, por nuestra propia economía procesal y cognitiva. Encasillamos dentro de un rol, tal vez de “generoso” o “egoísta”, “introvertido” o “extrovertido” por ejemplo a alguien y lo condicionamos a encajar en esa imagen que le hemos impuesto, lo limitamos ya que nos impide ver una imagen completa, aun cuando una etiqueta no debería ser algo inamovible o invariante.
Cuando hablamos de salud y en especial de salud mental, los diagnósticos (etiquetas) son necesarios para saber cómo abordar por ejemplo de forma diferenciada un trastorno del estado de ánimo (depresión) de un trastorno de la personalidad (esquizofrenia) o de un trastorno del desarrollo (síndrome de down) por ejemplo y favorecer la comunicación entre profesionales. Pero tener un diagnostico no debería nunca limitar de ver más allá del mismo.
Las etiquetas nos pueden hacer correr el riesgo de quedamos en una capa más superficial y privarnos de aprender o ver los matices. Crear opiniones sesgadas y subjetivas que pueden dañar la autoestima de los demás y reducir las posibilidades de crecimiento o cambio, afectando al autoconcepto, como bien evidencia el efecto pigmalion (la perspectiva que una persona tiene sobre otra puede influir en desempeño y rendimiento de esta otra persona) ya que nuestra identidad o nuestros comportamientos sin duda están influenciados por la forma en que nosotros mismos o los demás emplean para definirnos, obligándonos a encajar y generando un mayor nivel de estrés.
Etiquetar genera expectativas, y son esas expectativas, el estar a la “altura” de lo esperado lo que genera estrés y frustración, o creer que hagas lo que hagas no lograras un resultado porque no se espera tal cosa de ti, por lo que para que intentarlo, dando lugar a desesperanza o desidia, finalmente confirmando ese pronóstico negativo, dando lugar este último caso al conocido como efecto gólem o profecía negativa.
La mayor carencia que tenemos la mayoría de las personas es la falta de responsabilidad, ya sea responsabilidad afectiva (tomar en consideración como nuestros actos y palabras afectan a los demás a nivel emocional), responsabilidad social (tomar consciencia del constructo de sociedad al que pertenecemos y que ellos implica unas normas y deberes), responsabilidad ambiental o penal entre otras.
Cuando no somos responsables de nuestros actos o de nuestras palabras, nos condicionamos y limitamos a nosotros y a los demás, buscando encajar o destacar y en otras ocasiones evitándolo. Las etiquetas que nos reducen a ser un artículo más el catálogo de productos a elegir. Y nuestro fijismo mental nos hace creer que si “somos una mesa” siempre seremos “una mesa” aunque con las maderas que forman una mesa se pueden crear muchas cosas. Necesitamos abrir nuestra mente y no limitarnos a simples etiquetas, sentir o vivir en lugar de tanto clasificar y permitirnos ser lo que queramos ser por encima de lo que los demás y sobre todo nosotros, pensemos de nosotr@s mism@s.
Amen!
Somos energía y eso es mejor que cualquier etiqueta.
Maravilloso artículo … me encanta …